Todas las grandes compañías de tecnología han atravesado uno o más momentos de crisis terminal. IBM, en el fatídico balance de 1993, informó pérdidas por 8000 millones de dólares (16.000 millones de hoy) y dejó en la calle a 50.000 empleados de su colosal nómina de más de 400.000. Microsoft se vio ante el abismo al menos dos veces: cuando no supo ver la importancia de la web (y Netscape le ganó de mano, al menos por un tiempo) y cuando tampoco vio la revolución móvil. En el primer caso, ganó la así llamada batalla de los browsers a fuerza de billetera; en el segundo, necesitó reinventarse por completo.
Microsoft fue uno de los salvavidas de que echó mano Apple, cuando también enfrentó su desastre corporativo, en 1997. Steve Jobs, convocado para el rescate, aceptó apalancar el Internet Explorer en las Mac a cambio de 150 millones de dólares; lo abuchearon, cuando invitó a Bill Gates a una de sus conferencias. Pero con un instinto infalible salvó a la compañía y la convirtió en una de las más valiosas del planeta. Hoy se disputa ese puesto con –vaya– Microsoft.
Yahoo! desaparecería luego de languidecer durante muchos años, por una constelación de razones, pero sobre todo por la aparición de un recién llegado insolente e inesperado: Google. Ya volveremos al buscador web, que es el protagonista de esta historia.
Sun Microsystems, una de las empresas que crecieron desmedidamente durante la burbuja puntocom, fue absorbida por Oracle, hoy en serios problemas; la célebre Silicon Graphics, como IBM, fue atropellada por el tren de la PC. Es decir, por Intel+Microsoft (Wintel, se los llamaba en esa época). Intel también tropezaría de forma calamitosa cuando no quiso diseñar el cerebro electrónico para los iPhones. “No nos va a dejar ninguna ganancia”, adujeron. Miopía nivel Dios que no parecer haberse corregido, al punto de que esta organización, de las más emblemáticas y respetadas de la informática, hoy se enfrenta con lo que algunos califican de Momento Kodak.
Y sigue la lista. Porque donde uno mire, encuentra compañías que pasan (a veces, muy rápidamente) de ser todopoderosas a mendigar una bancarrota indigna. O, cuando menos, de acercarse peligrosamente a un escenario de crisis. Facebook, por ejemplo, luego de más de una década de dominar el ecosistema de las redes sociales con puño de hierro, chocó contra un TikTok que parece imparable (parece, no es), más el estancamiento de su población de usuarios y la primera pérdida en ingresos de su historia. Ah, y su respuesta es una vaporosa apuesta a algo llamado Metaverso.
Así que la regla en este negocio es que todas las compañías pasan por alguna crisis más o menos grave y, en general, la resuelven con una reinvención más o menos inteligente. O desaparecen. A todas les ha ocurrido. A todas, salvo a Google.
Es uno de los rasgos que ponen aparte esta empresa de internet, técnicamente un gigantesco broker de publicidad, nacida un poco por casualidad y un poco porque éramos todos tan jóvenes y la Red era un territorio tan nuevo que, dale, fundemos Google. El único momento en el que se acercaron a la posibilidad de la bancarrota, lo que habría sido un terremoto sin precedente en Wall Street, fue con la crisis financiera global de 2008/2009. Pero lograron sortearla.
El relato
Pero este evadir siempre los misiles es todo un dato para entender el misterio Google. ¿Misterio? Sí. La vi nacer, y de entrada fue evidente que su mecanismo de búsquedas iba a quedarse con la web en cuestión de meses. Pero también quedó claro enseguida que ya no era la clase de criatura con la que estaba acostumbrado a tratar. Hasta entonces, bastaba levantar un teléfono para hablar con el número uno de las filiales locales de Microsoft, Compaq, IBM, Intel, HP, Oracle, Cisco, Epson o cualquier otra de esa generación. Google, en cambio no tenía rostro. Y además proclamaba un manifiesto que empezaba con el célebre aunque extraoficial No hagas el mal (ya era raro que necesitaran aclararlo) y que vendía una cultura corporativa lúdica, frenéticamente innovadora, libre y colorida, al punto que The Register, un reconocido sitio de noticias tecnológicas inglés, la bautizó como La Fábrica de Chocolate. En inglés, el lema es Don’t be evil; lo he traducido con cierta liberalidad. Literalmente es “No seas malvado”. A propósito, el lema fue removido en 2018 del prefacio del código de conducta de la compañía y quedó relegado a una regla que es común a todos los manuales corporativos. Esto es: si ves algo que está mal lo tenés que denunciar.
Crearon un nombre pegadizo que es, como muchas cosas de esta compañía, un guiño matemático; crearon una fachada atractiva, y crearon un relato (que, estoy seguro, de algún modo tenía raíces en las primeras ideas de sus fundadores). Pero cuando pasó el encandilamiento los periodistas nos dimos cuenta de que hablar con Google era virtualmente imposible. Siempre se interponía la historia oficial y a cada crisis de RRPP (tuvieron muchas, por muchos motivos) seguía o un comunicado oficial anodino y aséptico o silencio de radio.
Esta cerrazón, muy emparentada a la clásica actitud opaca de Apple frente a la prensa, no estaría libre de filtraciones, pero era todo un síntoma. Entre la Fábrica de Chocolate y la realidad había, como supe después por muchas vías, un abismo. Ese abismo hizo eclosión varias veces. Cuando debieron expulsar a uno de sus ingenieros, que había escrito un papel en el que intentaba demostrar que las mujeres eran orgánicamente incapaces de programar. O hace poco, cuando Blake Lemoine, otro de sus ingenieros, declaró que uno de los sistemas de inteligencia artificial de Google había cobrado consciencia; también lo echaron, pero no queda claro si porque había revelado algo que no debía revelar o si porque en su blog habla pestes de la cultura corporativa de la empresa. El chocolate ya no es lo que era.
Garaje en serio
En todo caso, arrancaba un siglo nuevo y teníamos una nueva estrella en el convulsionado y vertiginoso espacio virtual. De entrada hubo información que la mística Google prefería olvidar pudorosamente. Ahí van algunos datos para entender al gigante.
El fenómeno Google nació como un paper de Larry Page sobre las propiedades matemáticas de la Web. En ese proceso descubrió que visualizar qué sitios linkeaban a una página en particular era sumamente interesante y que podía originar un algoritmo de búsqueda mucho más eficiente que los que se usaban en ese momento, basados en el número de veces que cierta palabra aparecía en una página y en la popularidad del sitio en cuestión.
Con la ayuda del programador Scott Hassan, que se abriría del proyecto antes de que se convirtiera en un negocio, crearon BackRub, la primera versión de Google Search. Eso fue en 1996. Page y Brin se conocían desde el año anterior, y por entonces ignoraban lo que tenían entre manos. Solo en septiembre de 1997 registrarían el dominio google.com y un año después nacería oficialmente la compañía.
Para entender por qué los fundadores de Google todavía no veían lo que estaban por dar a luz hay que mirar el contexto. La web estaba creciendo muy rápido en ese momento. Hasta entonces, las páginas para los directorios (como el de Yahoo!, típicamente) eran escogidas a mano por empleados o sugeridas por los usuarios. Pero el número de sitios había pasado de unos pocos miles a más de un millón, y la selección y calificación ya no iba a poder seguir haciéndose manualmente. Pues bien, sin darse cuenta, al estudiar las propiedades matemáticas de la web, Page había encontrado un filón de oro: la reputación de los sitios.
Es decir, cuantos más páginas ponen el link a un sitio, mejor reputación tiene ese sitio (de otro modo, se abstendrían siquiera de mencionarlo). Más reputación, más relevancia, supuestamente. El supervisor académico le dijo a Page que ahí había algo importante y que siguiera esa pista. Le hizo caso, se sumó Brin, ayudó Hassan, y así, más de garaje imposible, nació la compañía que se iba a quedar con la web. Garaje en serio, no como el de Apple. Page y Brin realmente pusieron su primera oficina en el garaje de la casa de los padres de Susan Wojcicki, actual CEO de YouTube.
Vendamos todo
El algoritmo de búsqueda luego cambiaría mucho, muchas veces y por muchos motivos, y hoy es de cierta forma irrelevante; los teléfonos y sus apps más las redes sociales hacen que hoy busquemos menos en Google, aunque el buscador sigue siendo el sitio más visitado del mundo, según el ránking Alexa (que es de Amazon) y recibe 28.000 millones de page views por día.
Pero ni Page ni Brin advirtieron de entrada el valor potencial de su fórmula de búsqueda e intentaron vendérsela a Excite.com por un millón de dólares. Les rechazaron la oferta. O sea, tampoco los que estaban en el negocio veían lo que se venía. Regatearon: ¿750.000? Nah.
Así que se vieron obligados (entre comillas, por favor) a fundar Google y explotar su idea. Hoy son la mayor potencia de internet, por lejos. Más aún, en todos estos años, han hecho algo concreto –que analizaré en un minuto– para sortear lo que en esta industria es una regla: la obsolescencia. Con un bien conocido historial de pecados, desde la invasión a nuestra privacidad hasta el abuso de posición dominante, que en ciertos casos perduran y en otros fueron resueltos en las cortes, lo más notable de Google es que casi un cuarto de siglo después de su fundación, sigue pareciendo moderno. Todo envejece en este negocio, y envejece rápidamente. Windows 98 tiene la misma edad que Google, y parece del Pleistoceno. ¿Cómo lo hicieron?
En gran parte, tiene que ver con una obsesión por diversificarse: Android, inteligencia artificial, coches autónomos, Internet of Things, música, películas, drones, big data, cloud, salud, y sigue la lista. Pero hicieron algo más. Antes de ir a eso, algunos datitos de color, antes. A Google le encantan los colorcitos.
Cien ceros
La marca Google es un guiño matemático (hay muchos guiños así en su historia). En 1920, Edward Kasner, autor del maravilloso Matemáticas e imaginación, le pidió a su sobrino de 9 años, Milton, que inventara un nombre para un número que tuviera 100 ceros. El chico dijo googol. ¿Y un 1 seguido de un googol de ceros? “Googolplex”, respondió el niño. Googol en inglés se pronuncia “Gúgl”, igual que el neologismo Google, y de allí Page y Brin extrajeron su marca; el nombre de la sede de la compañía es Googleplex. Un acierto, innegablemente.
Más anecdotario. Ninguno de los dos fundadores originales quería saber nada de tener un CEO (un director ejecutivo, en español). Como Zuckerberg, Gates y Jobs en su momento, preferían tener el control. Pero la ley los obligaba, luego de empezar a cotizar en la Bolsa, a contratar a un CEO. A regañadientes terminaron eligiendo a Eric Schmidt, que venía de Sun y Novell; sería el director ejecutivo de Google durante 10 años (2001 a 2011) y hasta 2017 fue el presidente de Alphabet, el conglomerado que reúne a las empresas de Google. El hombre, que no se caracteriza por su simpatía, supo causar un gran revuelo cuando puso en una lista negra a una periodista que había investigado su vida usando Google Search y dejando así en evidencia tempranamente la tormenta que amenazaba a la privacidad. ¿Y lo de don’t be evil, Eric?
Más color: matemáticos y científicos de la computación, Page y Brin tenían clarísimos los asuntos técnicos. Pero una cosa es contar con un buen algoritmo de búsqueda y otra muy diferente es sacarle plata. Fue la gran tormenta que enfrentaron al principio. Todo muy lindo. La gente nos ama. El nombre está buenísimo ¡Tenemos hasta un Manifiesto! Pero esto no produce dólares. Y tampoco querían usar los avisos clásicos (banners y esas cosas que infestaban el sitio de Yahoo!, por ejemplo). Pues bien, Page y Brin tomaron prestada la idea que convirtió su algoritmo en una desenfrenada maquinaria de hacer plata de un sitio llamado Goto.com. Por supuesto, no está bien andar tomando cosas prestadas, así que el asunto terminó en una demanda y lo arreglaron con una licencia a perpetuidad a cambio de acciones.
Dorian G
Pese a su fachada, su relato y su mística, las cosas puertas adentro no son tan dichosas en Google. Matt Mullenweg, el fundador de WordPress, me dijo, en 2008, que había dejado de confiar en la compañía en 2004, cuando empezó a cotizar en Bolsa. Daba en el clavo, Matt, a quien entrevisté para la revista de LA NACION: cuando lo único que manda es el valor de la acción, cualquier lema bienintencionado pasa a segundo plano. En la práctica, aquella idea tomada de Goto.com se convirtió en un abuso sistemático de la privacidad de los usuarios, con el agravante de que la concentración (otro rasgo que caracteriza a esta industria) ha hecho que, simplemente, sea casi imposible prescindir de los servicios de Google. Y tal vez esto también explica el porqué de la sospechosa lozanía de la empresa. ¿Dónde esconde su retrato este Dorian Gray tecno? La respuesta no parece demasiado difícil de encontrar.
Normalmente, las empresas monetizan un producto o un servicio. En ocasiones, ambos, como es el caso de Windows: Microsoft vende el producto y el soporte del producto. ¿Y Google? Vende publicidad, es cierto. Y es correcto decir que es un mega broker de avisos online. Pero cuando miramos un poco más, justo debajo de la superficie, aparece un patrón abrumador. Fijate.
Tu teléfono, muy posiblemente basado en Android, te despierta a las seis de la mañana. Android es de Google. Tan pronto de ponés en marcha, el equipo contará tus pasos, registrará tus movimientos por medio de GPS, y por supuesto tus búsquedas (es decir tus dudas, tus intereses, tus deseos, tus compras, tus ventas, tus miedos, tus obsesiones). Las apps de terceros te observan constantemente, sin pestañear, sin descansar, sin pasar nada por alto. Saben cuántas horas dormís, lo que pedís al delivery y si hacés ejercicio o no. Lo que ves en YouTube. Lo que ves en Netflix.
Sabemos todo esto, pero hay algo más: las apps de Google son las vigas maestras de la vida moderna: el correo electrónico, los mapas, la conducción asistida por GPS, el calendario y la nueva tele, YouTube. Se perdieron WhatsApp, cierto; le pertenece a Facebook. Pero hay vasos comunicantes entre todas estas aplicaciones y servicios; son tan obvios que hasta los damos por sentados. En su justa medida, no estaría mal. El caso es que Google se mantiene juvenil porque no monetizan productos y servicios; monetizan nuestras propias vidas. Y el presente nunca caduca. Cambian la estética de sus productos con la morosidad imperceptible con que el tiempo modifica nuestros rasgos. Ni lo notamos. Y así se mantienen siempre vigentes. El lado oscuro es que sus apps son tan gratis como indispensables; tan gratis no son, entonces.
En la Argentina
Hace 15 años la compañía llegaba al país. Eric Schmidt (ni Page, ni Brin) concedió entrevistas. Con Ricardo Sametband hablamos un rato largo con él. Ya cotizaban en Bolsa y habían lanzado Gmail (2004) y Maps (2005). El año en que desembarcó en la Argentina, 2007, pasó algo muy significativo: Google compró DoubleClick, la mayor compañía de publicidad de internet del momento; pagó 3100 millones de dólares. Era una confesión de parte, y Microsoft, en pie de guerra con el buscador, trató de emular la movida y compró aQuantive por el doble de dinero. Tampoco así logró rasguñar la locomotora Google.
Para poner un poco de perspectiva: Google llegó a la Argentina un año después de adquirir YouTube, de que Facebook abriera sus puertas a todo el mundo y de que naciera Twitter. Llegó al país el mismo año en que nació el iPhone. Mientras tanto, calladamente, se habían comprado Android en 2005 por 50 millones; la mejor inversión de su historia, lejos. Ya empezaba a comportarse como esos apostadores que ponen fichas en todos los casilleros; le sobraban fichas, y cada tanto alguna hacía saltar la banca. Android, como sistema operativo para teléfonos, fue dado a conocer también en 2007. Fue un año bisagra para la compañía.
Con todo, nadie está libre de fracasos. La compañía fundada por Page y Brin nunca la pegó con las redes sociales. Simplemente, no le encontraron la vuelta, ni con Orkut (2004), Friend Connect (2008), Buzz (2010) y Google+ (2011). Será su baldón, cuando se escriba la historia de internet. Pero este fracaso seguramente es tan significativo como todos sus éxitos. Lo analizaremos más adelante, cuando cumpla 25 años y sea momento de blanquear que hay un antes y un después de Google.
Por Ariel Torres
La Nación