Por Óscar Martínez
Desde esta parte del mundo, el norte de América Central, no queda duda alguna de dónde estamos parados ahora mismo los periodistas: sobre piso de cristal fino. Quizá también en más países de América Latina, pero me atrevo a hablar solo de mi región. Todo está dispuesto para hacernos caer. Los gobiernos de Nicaragua, Guatemala, El Salvador y Honduras cada vez tienen menos remilgos para presentarse en público como lo que son: enemigos de la prensa independiente. Somos el objetivo. Pero este artículo no se trata de eso, sino de qué hacer ante eso.
Un párrafo basta para ejemplificar la situación de partida. En Guatemala, José Rubén Zamora, su más reconocido periodista enfrenta ahora mismo un proceso judicial viciado y basado en un solo testigo, y guarda prisión mientras tanto, a pesar de que había argumentos para permitirle enfrentar esto en libertad. Sobre Nicaragua hay poco que decir: el dictador Daniel Ortega ha condenado al exilio a la prensa independiente. Quienes quedan en el país trabajan en clandestinidad, sin firmar su información ni presentarse como periodistas. Honduras apenas intenta salir de su condición anterior, la de narco-Estado y uno de los países más peligrosos del mundo para ejercer el oficio. Y en El Salvador, un autócrata con todo el poder utiliza su enorme popularidad para arrollar a cuanto medio de comunicación crítico pueda. A El Faro, el periódico digital cuya redacción tengo a mi cargo, el presidente Nayib Bukele lo ha acusado de lavado de dinero en cadena nacional sin tener ninguna prueba. Sus funcionarios —día sí, día no— acusan a nuestros periodistas y a otros del país de ser colaboradores de las pandillas. Amenazan con una retórica que gracias a las leyes mordaza que aprobaron podría terminar con, por ejemplo, un periodista cumpliendo 35 años de prisión por entrevistar a líderes pandilleros que revelen sus pactos criminales con la actual administración.
Ahí estamos, a una orden de caer en prisión o en el exilio, a un enojo presidencial de envejecer sin poder informar más. Pero esto no empezó hoy. El desmantelamiento del frágil Estado de derecho centroamericano ha sido sostenido en los últimos años, ha ocurrido bloque a bloque. Era previsible que llegaríamos a este punto. Cooptaron los sistemas de justicia, eliminaron a la oposición política, exiliaron a los líderes de la ciudadanía organizada. Seguimos nosotros.
La pregunta que queda suena simple, pero es compleja de responder, y en ella nos va la vida: ¿Qué debemos hacer los periodistas para mitigar el riesgo? O, de otra forma: ¿Cómo le hacemos para seguir haciendo nuestro trabajo?
No sé dar una respuesta absoluta ni tampoco puedo dar una con tal nivel de detalle que sirva a los autoritarios centroamericanos para tomar nota y afinar puntería. Pero sí puedo hacer algunos apuntes aprendidos durante estos años en los que incluso la vida cotidiana se volvió más complicada cuando, por ejemplo, un presidente con millones de seguidores en sus redes sociales y en un país minúsculo como El Salvador, llamó en Twitter “basura” a uno de nuestros colegas.
En estos tiempos me ha quedado tatuado en la mente que un periodista sin fuentes no tiene posibilidad alguna de cumplir su misión. Las fuentes dentro del sistema entregan información vital para publicar, pero también para protegerse. Son algunos pocos informantes internos quienes nos han revelado en algunas ocasiones que viene un ataque dirigido contra el periódico o que preparan una acusación judicial espuria para intentar hundirnos.
Este es un terreno delicado. Decir “confío en mi fuente” es una de las frases más espinosas en el oficio. Varias veces han intentado colarnos información podrida a través de fuentes gubernamentales para hacernos errar.
Un equipo editorial fuerte, desde la dirección hasta los estrategas de redes sociales, es indispensable. Pero eso debería ser ya un mantra en el periodismo latinoamericano. No hay mejor forma de facilitar el trabajo a un gobierno que quiera destripar a la prensa que cometiendo un error grave en una publicación. Pero más allá de ese grupo, un periódico necesita bajo estas circunstancias equipos legales y de administración comprometidos y conscientes del trabajo al que se dedica el medio. Las acusaciones de lavado de dinero o evasión fiscal voluntaria han sido, desde hace ya años, una de las armas favoritas de los gobiernos del norte centroamericano para intentar cerrar medios. Un error contable es ahora mismo una enorme puerta de entrada para los regímenes. Abogados, contadores y administradores de empresa son la red sobre la cual los periodistas caminamos en la cuerda floja. Pensar en un medio solo con periodistas es pensar en un medio frágil.
Eso es muy problemático, porque los medios independientes de América Central suelen ser digitales y con presupuestos modestos, y los grandes medios que aún no se someten a convertirse en propagandistas se enfrentan también al estrujamiento financiero que los gobiernos imponen retirando cualquier publicidad y boicoteando a posibles anunciantes. Para tener abogados y administradores se necesita dinero. También para lo siguiente que diré.
Según la Asociación de Periodistas de El Salvador, ya hay nueve colegas en el exilio. En Nicaragua son más de 100. El exilio, ya sea preventivo o decisión de vida, conlleva responsabilidades al medio, como también la salud mental de quienes se quedan. En el caso de El Salvador, tras haber sido espiados con Pegasus durante más de dos años, perseguidos por agentes del Estado, difamados constantemente por el presidente y amenazados diariamente desde redes sociales, hay periodistas que han desarrollado cuadros notables de ansiedad, insomnio, depresión y otros problemas. Esto también es responsabilidad de los medios. Y también implica dinero.
Como también implica dinero el día a día de una redacción en países a los que la palabra democracia ya no les queda: alquilar salones privados de restaurantes o apartamentos para entrevistar a fuentes temerosas de ser identificadas por los regímenes; sacar del país a autores de ciertas investigaciones antes de que se publiquen y despierten la ira de los poderosos; alquilar carros para evitar ser perseguidos.
Y también tiempo, incluso más tiempo que para hacer periodismo. Si algo ya lograron estos gobiernos autoritarios es que directores y jefes de redacciones tengamos que invertir cada vez más tiempo en reuniones de seguridad, con abogados, embajadores, organizaciones internacionales y administradores que con periodistas, creando alianzas que protegen, oteando demandas, contrarrestando difamaciones. Cada vez más hay que pensar en las condiciones para que los demás puedan ejercer y queda menos tiempo para ejecutar los verbos periodísticos: investigar, dudar, pensar, descubrir, corregir…
Cuando en El Faro publicamos, tras meses de investigación, que 22 de nuestros miembros estaban intervenidos con el malware espía Pegasus, la respuesta del gobierno fue muy elocuente: días después aprobó una ley de espionaje digital y creó a agentes encubiertos digitales. Es decir, legalizó a Pegasus y a sus operadores. Esta gente no retrocede sino para tomar impulso y arremeter de nuevo.
Dicho esto, debo decir a los colegas que ahora mismo ejercen bajo estas circunstancias lo que me resulta más honesto: la situación no mejorará pronto. De hecho, estoy convencido de que la situación empeorará. Más acoso, más persecución, más detenciones arbitrarias, más ataques en redes sociales. Más miedo. Menos libertad.
¿Por qué se echaría para atrás el corrupto sistema guatemalteco ahora que se atrevió a encarcelar a su más reconocido periodista? ¿Por qué Bukele en El Salvador no utilizaría el esquema de ataque a medios que ha venido armando mes a mes? ¿Por qué Ortega en Nicaragua decidiría una mañana dejar de ser un tirano? No va a pasar pronto. Seguiremos bajo ataque: algunos en el exilio, otros en prisión.
Es obligación de los medios independientes hacer saber a sus equipos que el horizonte anuncia más tormenta. Es obligación de esos medios recordarlo cada tanto tiempo, no para alterar a sus periodistas, sino para que seguir ejerciendo sea un acto consciente e informado.
Es obligación de cada periodista encontrar un espacio para sentarse en silencio, lejos de las parafernalias y clichés del oficio, de epifanías con ron y discursos emotivos, y pensar a qué están dispuestos. Hacer acciones sesudas y dolorosas: dejar los teléfonos de emergencia a una pareja o familiar; dar acceso a alguien a la cuenta bancaria desde la que pagás el colegio de tu hija, y explicar a esa hija que si en un futuro te ve esposado o tras barrotes es porque sos periodista; actualizar tu pasaporte y renovar tus visas por si lográs salir a tiempo; tranquilizar a tu madre, decirle que, incluso si eso que tanto teme pasa, vos estarás bien, lo soportarás, saldrás pronto…
Decidir seguir es también asumir lo que puede pasar. Esa decisión es única, personal. Decidir parar no es cobardía, es inteligencia y decisión dura. Decidir seguir no es valentía barata, es compromiso de vida y convicción profesional, pero también es una estrategia arriesgada.
Hace poco, un colega me preguntó desde fuera del país cómo estaba. Le respondí que peor que ayer, pero mejor que mañana. Preguntó cómo me sentía. Menos fuerte que ayer, pero más fuerte que mañana, seguí. El problema es que mañana será más difícil. Entonces, aunque parezca improbable, hay que hacer la lucha, la única que tiene sentido, por estar mañana mejor y más fuertes.
Washington Post