El Salvador, San Salvador.- La falacia está instalada en la conversación nacional. Aseveraciones de gran calado, expresiones de ciudadanos de alto perfil que luego se convierten en materia de la discusión pública ya no son sometidas a ningún tipo de rigor, y los salvadoreños se han acostumbrado a la exageración y a la imprecisión si no es que a la falsedad.
Acostumbrarse a los embustes en el discurso nacional no significa que la nación se trague las patrañas aunque hay algunas que de ser tantas veces repetidas cultivan una duda razonable o son aceptadas como verdades tras cierta resistencia. Pero la postura más común es que las personas reciban las tergiversaciones y no repliquen ni cuestionen sino en la esfera privada, en la intimidad del hogar o en la camaradería de los amigos, porque la perspicacia ha pasado a ser mal vista en algunos círculos, una señal de que el individuo es problemático, no confiable, difícil de lidiar.
¿Por qué se recurre a este giro? Quizá porque se ha descubierto que ante el exceso de información de este siglo, pocas personas gozan de tiempo para cotejar, cuestionar, comparar o indagar. Expuestos al abrumador océano digital, a mujeres y hombres de esta época les da igual si lo que escuchan o leen son opiniones, prejuicios, noticias o consideraciones descuidadas: se puede creer en cualquier cosa dependiendo del emisor, del estado de ánimo, de la afiliación o militancia. A conectividad extrema y alud de contenido sólo pueden oponerse la educación y un criterio afinado.
De ahí se deriva el discurso anti periodismo y anti medios de comunicación tan en boga en muchos países: si la propaganda -entiéndase mentiras de modo sistemático- es potencialmente suficiente para mantener el control social y camuflar la conspiración contra el bien común y el interés público, los únicos que puede amenazarla son aquellos que se dedican de modo profesional a poner en duda y a someter a escrutinio lo que se dice.
La defensa de las falsedades también produce el discurso de odio como elemento connatural: por un lado, porque a quienes piensan de una manera diferente, que no encaja ni se acomoda al discurso dominante, se les acusa de manipuladores y demagogos como un recurso discursivo de anulación en la igualdad. Si dos actores se acusan de lo mismo, aquel con más recursos, megáfonos y repetidoras será posiblemente el ganador. Y por otro lado, el discurso de odio alienta a la nación hacia la alienación y la ideologización al punto de que se acepte cualquier postulado por falso que sea sólo para demostrar pertenencia y sometimiento a una idea, movimiento o persona.
Esas sectas militantes son siempre una minoría. La mayoría de las personas no están dispuestas a ceder su libertad de criterio ni su independencia intelectual sólo por aficiones o afiliaciones emocionales, pero ante la instauración de la tergiversación como herramienta por excelencia de algunos sectores, prefieren voltear hacia otro lado y masticar su decepción haciendo mutis. Esta condición es un nuevo signo de la crisis cívica y supone una invitación para que aquellos que quieren y deben conmover a la población hacia la verdad y el derecho a saber ponderen en su correcta dimensión el tamaño y la urgencia de ese reto.
La Prensa Gráfica