Usted y el profesor Mauricio García Villegas, entre otros investigadores, publicarán, pronto, un libro sobre la denominada “cultura de la cancelación”. ¿En qué consiste ese fenómeno que se desarrolla, sobre todo, en las redes sociales, pero con efectos más amplios que los que se logran en el mundo digital?
Mauricio tuvo la gran idea de ponernos a discutir, en Dejusticia, sobre el fenómeno de la cancelación y sus efectos en la democracia. Mauricio escribió, con Paloma Cobo y Víctor Saavedra, en este libro, sobre la tolerancia, el discurso de odio y las redes sociales. Y Daniel Ospina y yo escribimos acerca de la respuesta jurídica que la libertad de expresión le ofrece al fenómeno de la cancelación, que es difícil de asir porque apenas está en construcción. Nosotros proponemos que se entienda por “cancelación” el acto de cuestionar el poder o retirar masiva o colectivamente el reconocimiento a una persona notoria en una comunidad determinada, principalmente a través de redes sociales, con el fin de excluirla del círculo al que pertenece o le interesa pertenecer, como resultado de una acción o comentario considerado ofensivo contra un grupo históricamente desaventajado (considerado inferior).
De acuerdo con esa definición, ¿“cancelar” a una persona —en el sentido de “borrarla” de ciertos círculos debido a que ha incurrido, supuestamente, en actos cuestionables o conductas que no son aprobadas por los activistas de las redes— hace parte del derecho del grupo que castiga a quien yerra o es un abuso en contra de los derechos del castigado?
Depende. Por regla general, la cancelación es una manifestación legítima de la libertad de expresión, pero puede llegar a limitarse si se afectan desproporcionadamente los derechos del castigado. La cancelación es un llamado de grupos vulnerables para que la sociedad reaccione. Este llamado enriquece el debate con voces nuevas que le responden al poder. Pero esas voces canceladoras también pueden afectar la discusión si son desproporcionadas, si logran silenciar o excluir a otros de ciertos espacios de participación o si permiten que unos pocos —en ocasiones con buenas intenciones y defendiendo principios de inclusión identitaria— dominen, en forma dogmática, la discusión pública. Hay que tener en cuenta que la libertad de expresión no es solo un asunto individual sino colectivo.
Como usted dice, las redes digitales, su amplitud de uso y su inmediatez de publicación constituyen herramientas efectivas para la defensa y libre expresión de sectores silenciados: minorías raciales, clases populares, mujeres, comunidades diversas… ¿Es legítimo que estos grupos empleen tales armas para denunciar a sus agresores aunque puedan incurrir, a veces, en excesos?
Es legítimo denunciar, pero debe hacerse de manera responsable. Esto lo discutimos mucho en Dejusticia. Por eso me parece útil distinguir si se cancela (a alguien) por una idea o por un delito: mientras que las ideas deben circular y ser rebatidas sin acallarlas, los delitos se denuncian, se investigan y se sancionan, pero no por los canceladores sino por las instituciones. Que los grupos marginados accedan a la agenda, a la influencia y al poder es un gran logro. No obstante, si lo hacen con fanatismo silenciando o borrando al otro o sus ideas, habremos perdido la oportunidad de contraargumentar y encontrar la verdad.
¿Qué debe primar según ustedes, autores del candente libro sobre la cultura de la cancelación: la libertad absoluta de expresión o la imposición de límites, según los estándares exigidos en cuanto a la responsabilidad que se les impone a los medios tradicionales, sobre las afirmaciones públicas y el deber de exhibir las pruebas que se obtienen?
Ningún derecho es absoluto y la libertad de expresión no es la excepción. No creo que las redes sociales sean idénticas al periodismo tradicional, pero quien ofrece al público información debe actuar responsablemente por razones éticas, sociales y políticas. Tal vez la solución, más que jurídica, porque el derecho es limitado, es ética y política. De lo contrario, no solo se alejan las posiciones contrarias o, incluso, se vuelvan más radicales e insalvables, sino que volveríamos a la ley de la selva.
En su opinión, ¿la persona castigada en las redes, aunque sea justamente criticada, mantiene, pese a todo, el derecho a expresarse?
El individuo cancelado tiene derecho a expresar sus ideas en el círculo al que pertenece y no se le debería eliminar, por completo, de la discusión por lo que diga o haga. La cancelación priva a quien accede a la información, en dicho círculo, de recibir y discutir las ideas canceladas, afectando el pluralismo, la libre circulación de las ideas y la búsqueda de la verdad, que son objetivos de la libre expresión.
La búsqueda de la verdad es un punto crucial en la cultura de la cancelación. En este ámbito, ¿se ha perdido o ha pasado a un último lugar de la atención pública el intento de presentar, junto a la denuncia, pruebas y argumentos, como se les exige a los periodistas profesionales?
Depende del caso. Si lo que se quiere cancelar es una conducta reprochable, con frecuencia suelen surgir evidencias de comportamientos reiterados o sistemáticos que nos acercan a la verdad. En cambio, cuando lo que se debate es una idea, si se silencia al interlocutor ocurre lo que ya dije, que se afecta la libre circulación de ideas y, por tanto, el acercamiento a la verdad.
¿La cancelación de alguien por parte de una agrupación de juzgadores de internet es justa socialmente hablando, puesto que el cancelado suele ser una persona de poder?
En la cancelación subyace una lucha en la que están en juego el poder y la influencia. Quienes no han tenido poder ni capacidad para dirigir las discusiones públicas se sirven de la cancelación como una forma de igualar la cancha, por lo que considero que debemos darles la bienvenida. Ahora bien, como cualquier lucha, no solo se debe gestionar con responsabilidad, sino que se acompaña de tensiones que pueden llevar a nuevas opresiones que imponen visiones, excluyendo ideas contrarias. Aquí es importante hacer un llamado a la tolerancia y a la libre circulación de ideas, para evitar el fanatismo y el dogmatismo.
Entonces, en la cultura de la cancelación, ¿las comunidades que se identifican como víctimas están en riesgo de actuar como espejo de la conducta de sus tradicionales agresores; es decir, acallando al otro y sepultando sus derechos?
Es un riesgo, cierto. Pero, del otro lado, en no pocas oportunidades se logra la exposición de la conducta reprochable y se consigue que haya sanción social.
Para ustedes, ¿Cuál es la diferencia entre la cultura de la cancelación y el discurso de odio? Se lo pregunto debido a que los grupos canceladores utilizan un lenguaje muy parecido al del odio…
Para que un juez pueda limitar la libre expresión frente, por ejemplo, a un discurso de odio, debe tener más elementos que simplemente el carácter de odio de ese discurso: debe estar presente un componente fundamental que no parece tener la cancelación: la incitación a la violencia, la hostilidad o la discriminación. Aunque la cancelación tenga consecuencias indeseables tanto para quienes caen en desgracia como para la discusión en general, no parecen incitar directamente a la violencia individual o contra un grupo poblacional determinado. La dimensión política y moral del problema es otra cosa. En el libro, este tema es abordado por Paloma y Mauricio, quienes, en términos generales, tienen una visión bastante crítica de las prácticas de cancelación, las cuales, según afirman, afectan gravemente el debate democrático y ejercen una suerte de justicia privada que a su vez incita una espiral de violencia.
¿A qué llama, exactamente, “debate democrático”?
A la libre discusión de ideas: si acallas a alguien, afectas el debate e impides la búsqueda de la verdad.
Llámese discurso de cancelación o de odio, las expresiones de los activistas de las redes en contra de alguien que, a su juicio, la embarró, suelen ser muy rudas. ¿Estas expresiones están garantizadas por la Constitución o exceden lo permitido por la carta política?
Las expresiones rudas o molestas de los activistas son válidas y jurídicas. Generalmente, se dirigen a personas públicas o reconocidas que están expuestas, por el hecho de ser públicas y tener micrófono, a que la audiencia sea exigente y dura con ellas. Ahora, si hay alguna injuria o calumnia, el derecho interviene y puede sancionarse si se configura el delito o si hay un daño. Pero como punto de partida, no creo que haya que entrar a moderar la rudeza del debate. Lo que sí me parece modificable es la imposibilidad de desarrollar el debate.
Es decir, ¿se debe privilegiar el debate?
Tenemos que impedir la cancelación del debate, porque termina siendo la cancelación de la democracia.
La acusación y condena de una persona en las redes suele producir en su contra efectos ampliados al mundo tradicional y ser de carácter muy negativo para sus intereses. Por ejemplo, el cancelado pierde contratos, es despedido de su trabajo o es obligado a renunciar y se le suspende el acceso a determinados sitios, entre otras consecuencias. ¿En esta modalidad de “justicia digital” se puede cancelar el derecho al debido proceso que se predica en los casos judiciales?
En el libro hacemos una clasificación de las modalidades de cancelación según su efectos. 1. Dejar de seguir al cancelado en redes sociales o promover que otras personas dejen de seguirlo. 2. Insultar al cancelado. 3. Dejar de participar en actividades que involucren a la persona cancelada, no comprar sus productos ni fomentar su marca. 4. Impedir la participación de la persona cancelada en foros públicos. 5. Tomar acciones que afecten sustancialmente el sustento de la persona cancelada. En esta última categoría, el poder de despedir a alguien de su trabajo es facultad de su empleador y no de las redes que exponen el problema. En este caso, el contratante debe respetar el debido proceso y las normas laborales para definir la continuación o suspensión del empleado. Y quien termina un contrato también debe actuar según las reglas contractuales. No se debe ceder a la presión de las redes sin la debida diligencia.
Para entrar en un tema muy presente en Colombia, los grupos feministas han mostrado un alto grado de efectividad cuando acusan a los presuntos responsables, por poner un ejemplo, de cometer actos sexuales abusivos. Los denunciados pierden, enseguida, su buen nombre personal y profesional, y son separados de foros académicos, artísticos o científicos. ¿La sanción social para el supuesto agresor incluye la suspensión, al menos temporal, de sus derechos?
El supuesto agresor no debe perder sus derechos y sus atacantes deben hacer lo máximo por abrir la discusión sobre la presunta conducta sexual abusiva, sin llegar a la justicia privada. Claro, el problema está en que, generalmente, se trata de hechos que sucedieron hace mucho tiempo o son muy íntimos y la evidencia probatoria es complicada. Además, las mujeres, con razones válidas, no quieren ser revictimizadas, por lo que se protegen, con toda legitimidad, bajo el anonimato o no confían en la justicia, que ha demostrado ser ineficiente. Sin embargo, saltarse el trámite institucional es equivocado, porque nos lleva a la espiral de la justicia privada.
Varios poderosos han sido acusados y cancelados mediante esta estrategia digital. ¿Entramos en la era de reivindicación social y justicia tecnológica en defensa de los derechos de los grupos violentados y silenciados? Visto desde este ángulo, ¿termina, entonces, siendo un proceso históricamente justo?
Es justo que oigamos a las víctimas que proponen cancelación, pero también es justo que oigamos a quien se pretende cancelar.
Si los grupos silenciados históricamente encontraron en las redes su reivindicación y forma de hacerse oír, ¿los grupos dominantes deberían pasar a la etapa del silenciamiento y pagar así su poderío mal utilizado?
No… El silenciamiento es nefasto para la democracia. Si no hay debate cometeremos los mismos errores del pasado, porque no entenderemos qué ha estado mal. El argumento de la película Eterno resplandor de una mente sin recuerdos ilustra bien lo que nos pasaría. Como en la película, si hubiera una máquina para borrar en nuestra mente las relaciones sentimentales que no nos hayan funcionado, cuando nos volvamos a encontrar con esas parejas sentimentales no sabremos qué fue lo que no marchó bien y volveremos a actuar equivocadamente. Ocultar, silenciar o acallar no apunta a enfrentar el problema ni sirve para hacer avanzar los derechos. Puede, incluso, lograr que quienes profesen las ideas que se silencian se radicalicen y se vayan a los extremos, lo que impide el diálogo y el funcionamiento de la democracia.
Dado el hecho irreversible de que la tecnología estará cada vez más presente en el mundo y dominará las relaciones entre humanos, ¿se debe replantear el concepto de democracia en el aspecto de igualdad y garantía de derechos para todos?
No creo que la igualdad ni la democracia hayan cambiado sustancialmente con la tecnología. Si las minorías, que cuentan con protección reforzada y ahora tienen más canales para ser oídas, se exceden en la cancelación, se podrían estar metiendo un tiro en el pie en sus luchas sociales y la defensa de sus derechos.
La sanción social que imponen los activistas digitales
En las semanas recientes, las cuentas, en las redes sociales, de influyentes activistas de grupos de interés de Colombia, han sido consultadas por los visitantes en un número muy superior al tradicional por las acusaciones que se han alojado allí, en contra de personajes reconocidos y con poder. En particular, han logrado un alto flujo de lectura y comentarios, las agrupaciones feministas que, con sus denuncias reiteradas, han tenido éxito en su objetivo de sancionar socialmente a los presuntos responsables de sus señalamientos. Se destaca el caso de unas activistas que, en días pasados, consiguieron echar para atrás el nombramiento diplomático de un profesor que fue señalado de incurrir en reiterados abusos sexuales. A pesar de que su defensa mediática fue equivocada por “maltratadora” con sus presuntas víctimas, el indagado digital recibió una “condena” sin pasar por un juicio en los estrados. Otros señalamientos de exigencias sexuales delictivas en el Congreso, también tuvieron eco tanto en las redes como en la prensa tradicional, por provenir de un exsenador con evidente cercanía con el presidente de la República. En la charla con Vivian Newman, exdirectora del prestigioso equipo de investigación jurídica Dejusticia, ella responde preguntas sobre el fenómeno de “cancelación” de quien se presume y juzga como culpable.
Newman, una investigadora residenciada en Italia
Vivian Newman es abogada de la Universidad Javeriana, cuenta con una maestría en Derecho Público Interno de la Universidad París II Pantheón-Assas y tiene un posgrado en Derecho Administrativo del mismo centro educativo francés. Ha estado vinculada, durante varios años, al centro de estudios jurídicos y sociales Dejusticia que dedica gran parte de sus actividades, además de desarrollar investigaciones en el foco de su interés, al fortalecimiento del Estado de Derecho. Newman fue directora de Dejusticia entre 2019 y 2022. Ha escrito varios libros sobre temas de democracia y ha participado en otros, en coautoría con profesores de derecho e investigadores. En las próximas semanas, precisamente, se publicará uno sobre el candente tema de la denominada “cultura de la cancelación” de que trata la entrevista en estas páginas. Vivian Newman dará un giro a su carrera próximamente cuando se residenciará en Sicilia, Italia, para desarrollar un proyecto de estudios anticorrupción en el país en donde han tenido poder y dominio grupos de las mafias más poderosas del mundo, entre otros, la Cosa nostra, la Camorra y Ndrangheta, materia fascinante para un analista de las relaciones criminales que cruzan, de manera transversal, a una sociedad.