Por Fernando J. Ruiz
El asesinato conmocionó al periodismo mundial. “Él tenía una rutina y el hombre que tiene una rutina es hombre muerto”, dijo el sicario Popeye, quien trabajó para Pablo Escobar. Se refería a un periodista, Guillermo Cano Isaza, a quien mataron el 17 de diciembre de 1986, en la puerta del diario El Espectador, del que Cano era su director, en Bogotá.
En una nota de 1983 Cano Isaza había revelado la relación entre un legislador suplente del partido Liberal llamado Pablo Escobar con el narcotráfico. Después de matarlo, no pararon: dos años después volaron el diario, hubo casi dos decenas de empleados de El Espectador asesinados, y hasta dinamitaron dos veces una estatua de Cano Isaza.
Pero su memoria está asegurada. La ONU eligió su nombre para designar al principal premio de libertad de expresión en el mundo que otorga el 3 de mayo de cada año, el Día de la Libertad de Expresión. Y ese premio ya lo ganaron tres mujeres y dos hombres de América Latina: Jesús Blancornelas, editor legendario de Tijuana, que enfrentó a la narcopolítica en la frontera norte; el cubano Raúl Rivero, quien de enviado de Granma en Moscú se convirtió en un cronista brillante del periodismo independiente, hasta que la prisión del régimen cubano en 2002 intentó, sin éxito, callarlo; Lydia Cacho, enfrentada en México a los poderes políticos regionales; Mónica González, la gran cronista sobre la dictadura pinochetista; y Jineth Bedoya, valiente periodista en el núcleo de la violencia paramilitar colombiana.
Cano Isaza, entonces, se multiplicó como los Buendía, creación literaria de su amigo entrañable Gabriel García Márquez, con quien trabajaron muchos años juntos en El Espectador. Ya lo escribió la periodista tucumana Irene Benito en un informe para Fopea con recomendaciones para la defensa de periodistas en todo el país: la mejor defensa para un periodista es dos, tres y más periodistas investigando. Si el periodista queda solo, como un lobo aislado, es difícil sostener el esfuerzo.
Lo acaba de escribir también Wilfredo Miranda, uno de los periodistas recién despatriados por el dictador nicaragüense Daniel Ortega: hay que investigar, “ya no como sabuesos solitarios, sino en manada”.
Este año, la Unesco eligió enfatizar el rol de la “libertad de expresión como motor de los demás derechos humanos”. En su análisis dice que los periodistas sensibilizan a la gente sobre los derechos fundamentales; informan a la ciudadanía para ejercer derechos de salud, educación y acceso a la justicia, o contra las discriminaciones; en los medios se da espacio para que sectores sociales tengan voz; y los periodistas “traducen” problemas públicos intrincados para ayudar a desmalezar también el acceso a los derechos.
Y, ni hablar, dice la Unesco, de que, “sin un flujo libre de información y la ayuda de los medios de comunicación en este esfuerzo, la mayoría de los casos de malas prácticas, corrupción y violaciones de los derechos humanos permanecerían ocultos. Y, sin una conciencia colectiva de estas violaciones, no podríamos actuar para abordarlas”.
Las acciones humanas se coordinan con información compartida y, por eso, las sociedades civiles del mundo democrático dependen de esta interconexión diaria entre la libertad de expresión y los derechos. Las asociaciones, los movimientos, los grupos sociales dedicados a la lucha contra la corrupción, la discriminación, los derechos sociales, la contaminación, buscan enlazarse con la agenda periodística para que sus causas impacten en el estado y la sociedad.
Y eso también ocurre en las sociedades civiles reprimidas del mundo autoritario. En Nicaragua, Cuba, Irán, China, Venezuela o Rusia, la batalla interna por la democracia depende de ese puente precario que se construye entre la prensa con algún margen de autonomía y los activistas de distintas causas. Cuando los autócratas se cansan de la emergencia de una sociedad civil democrática, dinamitan esos puentes de encuentro, muchas veces reprimiendo con dureza a la prensa.
“591 días han pasado desde la toma de las instalaciones. Nuestra redacción está hoy en el exilio. ¿Vas a permitir que la dictadura se salga con la suya?”, dice cada mañana en su portada el legendario diario La Prensa, de Managua, que fue destruido por dos terremotos y dos dictaduras y al que se le llama “la república de papel”. Ahora, la dictadora Rosario Murillo, anunció un centro cultural en la sede tomada de La Prensa.
Si se asfixia la libertad periodística, la defensa de cada derecho está en riesgo. Sin la prensa independiente, como dice la Unesco, “no podemos eliminar la pobreza y el hambre, preservar la biodiversidad y promover el desarrollo sostenible, o construir instituciones transparentes”.
Una de las periodistas más destacadas del mundo, la filipina María Ressa, Premio Nobel de la Paz 2021, dice: “Sin hechos, no se puede tener la verdad. Sin verdad, no se puede tener confianza. Sin confianza, no tenemos una realidad compartida, no hay democracia, y se vuelve imposible lidiar con los problemas existenciales de nuestro mundo: el clima, el coronavirus, la batalla por la verdad”.
Por eso hay que tener también en cuenta el enorme daño a una comunidad de una prensa que contamina la realidad compartida que nos debería permitir enfrentar los problemas existenciales de los que habla Ressa. También lo decía Albert Camus: “Contar mal las cosas es incrementar las desgracias del mundo”.
El historiador Robert Darnton, en El diablo en el agua bendita. O el arte de la calumnia de Luis XIV a Napoleón, estudió la prensa del siglo dieciocho francés y las entonces llamadas “grub street”, las calles de cada ciudad donde periodistas producían “diversos materiales donde se mezclaba el comercio y la denuncia política de una forma que era muy difícil distinguir”.
Ellos mismos lo aclaraban. Uno dijo: “Debo advertir al público que algunas de las noticias que presento como verdaderas son, en mayoría, probables, y que entre ellas hallarán algunas cuya falsedad es obvia. No me he preocupado por separarlas: es menester de la gente de la alta sociedad, quienes saben bastante de verdades y mentiras, por su uso frecuente de ambas, para juzgar y elegir”. Otro avisaba que “esta aventura bien puede ser totalmente cierta, pero me aseguran que no es completamente falsa”. Y otro era más tajante: “la mitad de este artículo es cierta”.
El buen periodismo convive con esa marginalidad, y eso afecta su legitimidad profesional pues la mala praxis de los malos periodistas se usa para deslegitimar a los buenos periodistas. A partir de esas malas praxis, no faltan sectores políticos que promueven leyes para castigar a los buenos periodistas. “Obviamente, todos los periodistas tienen los mismos derechos ya sea que cubran celebridades, deportes o política. Pero no todos los periodistas tienen el mismo valor para la sociedad”, escribió Joel Simon, líder mundial hasta hace poco del Comité de Protección de Periodistas, quien afirma que la defensa principal debe ser de los periodistas que trabajan temas de interés público.
El sicario Popeye dijo que los capos tomaron la decisión de asesinar a Cano Isaza cuando un presidente colombiano instauró la extradición por vía administrativa y Cano Isaza tituló: “Se le aguó la fiesta a los mafiosos”. El periodista se cruzó entonces con los que tenían la rutina de matar. La mafia promovía un apagón de las leyes, y para ello tenía que matar en primer lugar a un periodista.
Profesor de Periodismo y Democracia en la Universidad Austral
LA NACION