Por MARITZA FÉLIX
No es ningún secreto que el periodismo está en crisis. Desde el principio de la pandemia, en Estados Unidos cerraron más de 360 periódicos. Demasiados. Pero, desde antes del coronavirus, dos medios de comunicación desaparecían por semana.
Se calcula que para 2025, Estados Unidos habrá perdido un tercio de los periódicos, principalmente los pequeños, hiperlocales con enfoque comunitario. Y cuando una imprenta para, la democracia se tambalea.
Los anuncios de despidos masivos de periodistas se escuchan con más frecuencia. Incluso los grandes financiadores de los proyectos periodísticos innovadores en Estados Unidos han metido reversa y eliminado sus divisiones de noticias. Meta les puso freno a sus aceleradores; Google invierte con más cautela en proyectos de información y los que intentaban salvar el periodismo a gran escala se dieron cuenta que les falló la estrategia y hay que empezar desde lo pequeño.
Entonces, el periodista ha tenido que reinventarse. Hay pocas vacantes que ofrezcan un sueldo digno con beneficios; son menos los trabajos que no te piden que cargues con los esqueletos de aquellos a los que los recortes obligaron a morir en la carrera; son casi inexistentes esos sitios en los que uno puede envejecer en el sistema como proveedor de información. Ya no hay ese glamur del reportero privilegiado con accesos exclusivos con el que soñaba la mayoría; ahora hay comunicadores desgastados por la carga excesiva de trabajo, los bajos salarios, la competencia cada vez más dispareja con los influencers y el cuestionamiento ético en las redes sociales y en los tiempos modernos
Así que no nos ha quedado de otra que volver a lo básico, al primer día en la universidad cuando tu profesor te pregunta por qué quieres ser periodista y repasar la respuesta que nos lleva al idealismo de servir, informar, educar y entretener, desde lo pequeño hasta donde nos alcancen los sueños. Y esto solo se logra escuchando, viviendo, en la calle, con la grabadora a veces apagada, con el micrófono caído y sin cámaras. El más incómodo para los poderosos ya no es el periodista de antes, sino el que hoy escucha, crea y actúa, al que su comunidad conoce y en el que confía, al que no tiene miedo de remangarse la camisa, ensuciarse los zapatos y tragarse las muchas palabras que se escupen cuando se quieren llenar de silencios. El incómodo es el periodista de a pie, del barrio, el que pone atención a quién vino y cuál no llegó, el que destapa desde lo que parece insignificante la grandeza de los contrastes: lo más bueno y lo más sórdido que tenemos como sociedad… y el que lo hace siempre con la ayuda, la guía y la confianza de la comunidad. A esos sí no hay que tenerles miedo, sino respeto.
El Sol de México