Por Susana Lay
Dos enormes tocones indican a Yoni Guevara que algo anda mal. Los restos sobresalen como si surgieran de una cicatriz abierta en la extensa sábana boscosa de una concesión a lo largo de la cuenca del río Las Piedras, Tambopata. Son lo que queda de dos shihuahuacos (Dipteryx spp) de más de novecientos años de antiguedad. Yoni forma parte de un reducido grupo de guardabosques; ha pasado —de talar árboles con motosierra— a patrullar esta tierra que se extiende como una alfombra crujiente y densa, que parece orquestada por infinitos trinos y chirridos agudos.
Es bajo y recio, y se mueve con agilidad a través de los sinuosos senderos de la selva amazónica. Conoce bien el río; aprendió a orientarse y a reconocer la flora y los árboles maderables durante años como maderero. Ya se dedicaba a esa actividad a los dieciséis; primero como ayudante y un año más tarde como cortador. A fines del siglo pasado, la fiebre del “oro rojo” —como se denominó a la caoba por el intenso color de su madera— atrajo una ola de migrantes procedentes de Ucayali, San Martín y Ayacucho, que venían con la esperanza de salir de la pobreza: “Antes éramos madereros ilegales, pero pequeños —relata Yoni—. Lo que hacíamos los ilegales en los tiempos de la caoba es distinto a lo que hacen las grandes empresas madereras de hoy. Si comparamos, ahora es una depredación total. Nuestros senderos no eran como estas carreteras que se tumban castaños y todo lo que hay en el camino. En ese tiempo se sacaba la madera a lomo cargando hasta el río”.
Haber explotado la madera de uno de los ecosistemas de mayor biodiversidad en la Tierra, no supone, sin embargo, un pasado turbio para Yoni, quien ahora patrulla los bosques junto a sus compañeros de Junglekeepers. Lo raro sería crecer en Madre de Dios y no formarse como maderero; es una manera de ganarse la vida aprovechando los recursos locales cuando las alternativas son limitadas. Veinte años atrás, Yoni ganaba 16 soles al día por entrar al campo a trabajar la madera; hoy ganaría entre 70 y 80 soles diarios como peón. Sin embargo, según la evidencia que deja el caso de “Los hostiles de la Amazonía” (Sierra Praeli, 2020), quien se lleva la mayor tajada del pastel es una cadena de funcionarios de diversas entidades estatales —desde la PNP y los gobiernos regionales hasta la Sunat y la Fiscalía— coludidos con grandes empresarios madereros en un sistema parecido a una mafia.
El shihuahuaco, cuya madera es tan densa y dura —iron wood, venden los gringos, madera-hierro— que no flota, tiene una tasa de regeneración extremadamente baja. La recomendación de los especialistas, como la ingeniera forestal Tatiana Espinosa, es que se detenga la explotación maderable de estas especies. No solo porque cualquier ritmo de tala interrumpe su lento ciclo reproductivo, sino porque interrumpe también una larga serie de servicios que la especie presta al bosque, desde altísimos niveles de captura de carbono, hasta su papel como hábitat de especies depredadoras que completan el delicado mapa edáfico de la selva. No cortar más shihuahuacos: no es sostenible, dice la ciencia; el bosque paga el costo.
Lo único que queda claro es que ni los eventos del buque Yacu Kallpa, que llevaba una colosal carga de shihuahuaco sin acreditación de procedencia; ni la evidente red de corrupción que día tras día queda al descubierto ha podido detener a la enérgica máquina abrecamino que perfora arterías hasta los rincones de bosque intocados.
El largo viaje
Para adentrarse en la zona más salvaje de la cuenca de Las Piedras, hay que tomar la Interoceánica, desviarse 50 km por una serpenteante trocha de tierra hasta el puerto de Lucerna o Sabaluyoc y embarcarse en un bote de motor para una travesía que puede durar horas o días. La zona está cubierta de inmensos troncos rectilíneos con frondosas copas de hojas verdes y una humedad tan densa que se te pega a los poros de la piel y no te suelta en todo el día.
Surcar los senderos solitarios y espesos del bosque no es tarea fácil para los “censistas” —como se llama a quienes buscan árboles de valor— para ubicarlos, definir trochas y elaborar un informe que incluye el diámetro y la altura del árbol en sus coordenadas. Los más avezados, cubren a pie hasta 350 hectáreas en ocho días, y cuando encuentran los tesoros de la selva, los marcan con una placa que los identifica. El mismo censista guía a los tumbadores y a sus ayudantes. Luego se tumba el árbol. Cuentan que cuando cae el shihuahuaco da miedo, la tierra retumba y sus corazones se aceleran; a veces hay accidentes. Un shihuahuaco puede pesar hasta 40 toneladas.
Cuando el árbol ya está tumbado, llegan los arrastradores; entra la maquinaria y se vuela todo lo que encuentra al paso; espanta a la fauna que habita en los árboles, y daña la superficie de la tierra. El cubicador se encarga de calcular el volumen de la madera que tiene el fuste del árbol. Los troncos talados son transportados a una zona de acopio que puede estar dentro del bosque o en la misma Interoceánica, donde se trabaja la madera y se embarca en camiones que parten principalmente hacia Lima. Un porcentaje queda para consumo nacional; el resto se va al puerto del Callao, donde es embalado para su exportación a China, México, EE.UU. y Europa. La industria y el estado hablan que alrededor del 80% se queda en el país, pero hasta el momento no se cuenta con data sólida para corroborar este número. Según un informe de la Agencia de Investigación Ambiental (EIA, por sus siglas en inglés), se sabe que un gran porcentaje de la madera comercializada al interior del Perú y exportada al resto del mundo es talada ilegalmente, lavada con documentos que parecen oficiales pero que contienen información fraudulenta. El tráfico ilegal de productos forestales maderables refleja las carencias del sistema de control.
Y es que más de 500 sihuahuacos son talados cada día en el Perú, deforestación que equivale a la demolición del terreno ocupado por 1150 estadios de fútbol o a la pérdida de 500,000 litros de agua diarios según Espinosa. Un informe obtenido por Mongabay Latam apunta que si la depredación de este gigantesco árbol endémico continúa a ese ritmo desenfrenado, en menos de diez años se habrá extinguido; y esa extinción acarreará el equilibrio del ecosistema, la destrucción de nidos de varias generaciones de águila arpía —clasificada como vulnerable en Perú, Venezuela y Brasil— así como del hábitat de miles de especies de fauna silvestre. A esto hay que sumarle, además, los frecuentes asesinatos de miembros de las comunidades indígenas que tienen que hacer frente a las mafias, mientras el Estado brilla por su ausencia. Y todo esto, ¿a cambio de qué? De que una minoría camine descalza sobre el cálido parqué sin saber que lo que está debajo de sus pies equivale a la historia de un milenio.
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