Buena parte de la democracia se sostiene sobre el libre intercambio de ideas y opiniones. Cuando una porción de esas expresiones son datos de interés y utilidad de los ciudadanos, se afirma que la sociedad queda bien servida y empoderada porque una comunidad bien informada decide mejor sobre quiénes le gobiernan, sobre si deben continuar o no en el poder, sobre si la gestión de sus representantes es eficaz, incapaz o corrupta.
Por ese servicio impagable de informar a la nación, se suele reparar sólo en el ideal de la libertad de prensa. Sin embargo, en repúblicas jóvenes y de futuro incierto como la salvadoreña, la discusión sobre esta materia debe centrarse urgentemente en la libertad de expresión, y no sólo como estadio inicial y presupuesto indispensable para el desarrollo de un periodismo independiente sino como último recurso democrático.
Cuando alguno de los poderes nacionales, generalmente el Estado a través de sus diversas manifestaciones pero en ciertas coyunturas también algunas fuerzas económicas a través de la institucionalidad a su servicio, se arrogan el derecho de calificar las opiniones entre las aceptables y las inaceptables, se ingresa en un terreno minado que suele terminar con la lesión de muchos otros derechos ciudadanos. Ocurre así porque para declararle la guerra a las expresiones de la gente hay que ser déspota, y a quienes sufren de ese rasgo la sumisión de quienes opinan distinto nunca será suficiente.
La libertad de expresión se ejerce precisamente ante el poder, muchas veces en contra suyo, cuestionando, inquiriendo, incomodando. Por eso el signo más distintivo de salud de una democracia es la crítica política, desde el debate entre contrarios hasta la caricatura, el sarcasmo y la ironía. ¿Qué opiniones vale defender constitucionalmente sino aquellas que inquieren a las oligarquías o al Estado si no es que a ambos? Nada hay más democrático que el derecho de los ciudadanos a criticar a las figuras públicas y las medidas del gobierno. Creer que esas manifestaciones serán moderadas es una pretensión que no cabe desde la esfera de la función pública; si así fuese, las campañas políticas serían un dechado de retórica y lugares comunes y no la carnicería de críticas que le permitió a sucesivos opositores encarar, ridiculizar y muchas veces vencer a quienes detentaban el poder precisamente por empatizar en contenido o tono con la mayoría de la sociedad.
Aspirar a un cargo público, y ni se diga si es de elección popular, expondrá al ciudadano o ciudadana no sólo al escrutinio o a la crítica sino a ataques que pueden resultar vehementes o incluso desagradables. Pero en un escenario de restricciones constitucionales y retroceso de las libertades como el que sufre El Salvador, ¿es más importante disuadir a quienes critican al gobierno o garantizar un mínimo de alivio a las tensiones coyunturales a través del ejercicio de ese derecho?
Una discusión de esta índole es de la incumbencia de un tribunal constitucional, materia de discusión parlamentaria, comidilla en todas las tribunas periodísticas. Pero en El Salvador, es del antojo de muy pocas personas porque en el ánimo nacional hay lamentables nubarrones. Ahí está el reto para todos los ciudadanos, en especial para aquella generación que ya vivió bajo una atmósfera opresiva en la que se temía opinar y en la que a quienes se resistieron al afán totalitarista no les quedó más elección que la distancia o la violencia.
Algunos quieren empezar ese debate exigiendo el mismo trato para quienes critican groseramente al gobierno que para quienes se expresan groseramente defendiendo al gobierno. Lo que la nación necesita es todo lo contrario: que los derechos sean comprendidos en positivo y que se reclamen de manera efectiva para todos sin más excepciones que las ya establecidas en la Constitución de la República de El Salvador.
La Prensa Gráfica