JESÚS DUVA
Madrid.- Victorino Ruiz de Azúa ha muerto en Madrid tras años de pelea contra el cáncer. Con él muere un enorme periodista, caracterizado por el rigor y la exactitud en todas las formas de ejercer este oficio. Gran parte de su carrera la desarrolló en EL PAÍS (durante más de 30 años), donde contribuyó de forma muy importante a forjar el prestigio de este diario y donde él mismo se convirtió en un referente fundamental.
Nacido en Burgos hace 69 años, hijo de militar, Ruiz de Azúa empezó la profesión en Berriak, un semanario de la izquierda vasca. Más tarde pasó por La Unidad y La voz de España, en San Sebastián, antes de convertirse en corresponsal de EL PAÍS, jefe de la sección de Madrid, delegado en Euskadi, cronista político y, en los últimos años de su vida activa, jefe de cierre. En este cargo era responsable de que el periódico saliera a la calle en tiempo y forma: era una especie de cancerbero que, gracias a su maestría, impedía que pudieran llegar al lector informaciones o comentarios incompletos, erróneos, absurdos o con faltas de ortografía. Victorino era la exactitud en persona.
Celoso de su intimidad, y de carácter aparentemente difícil -solo aparentemente-, era buena persona, educadísimo, afable y con un punto de socarronería que a algunos les costaba entender. Había redactores que decían que era hosco, gruñón y malencarado, cuando la verdad es que eran ellos quienes no le conocían. Su actuación profesional estaba siempre respaldada por razonamientos y argumentos irrebatibles.
Todos en la redacción aprendíamos con Victorino, que muchas veces echaba mano de ejemplos para impedir la publicación de títulos o informaciones anodinos o disparatados. Recuerdo que solía traer a colación un titular demencial de un periódico vasco que decía: “El público, puesto en pie, aplaudió hasta enronquecer”. O ese otro que anunciaba a bombo y platillo una perogrullada: “Hoy, domingo de Ramos, comienza la Semana Santa”. Era imposible estar a su lado y no aprender de él, quererle y admirarle.
Militante antifranquista, fue detenido en su juventud de universitario en Sevilla. Más tarde conoció la prisión tras ser torturado en Navarra acusado de tener relación con el terrorismo, algo inconcebible en un hombre como él. Siempre fue un luchador de las causas justas y de los derechos de los trabajadores, crítico con los poderosos, incluso con los que tenía más cerca.
En su haber profesional hay informaciones tan relevantes como el descubrimiento de una supuesta red clientelar del PNV que facilitaba el ingreso en la Ertzaintza de sus afiliados o simpatizantes. Gran conocedor de la compleja política vasca, cubrió a la perfección todo el proceso que culminó con el llamado Pacto de Ajuria Enea y fue testigo de excepción de los años más duros del terrorismo de ETA y también de la llamada guerra sucia del GAL y otros grupúsculos ligados a las cloacas del Estado.
Vivió intensamente el periodismo. Como su esposa, la también periodista, Inmaculada Ezkiaga, que falleció hace cuatro años y con la que tuvo dos hijos, Jon Ander y Bittor. La profesión se queda sin otro referente.
El País