Nadie debería ser atacado por expresar sus ideas y opiniones. Somos seres libres y, como tales, debemos expresarnos a través de discursos libres. Sin represalias y sin baños de sangre. Estas afirmaciones no son mías sino del escritor Salman Rushdie, que en estos momentos se encuentra conectado a un respirador y luchando por su vida tras ser apuñalado por un joven cuando se disponía a dar una charla ante 2.500 personas en un festival literario celebrado en Chautauqua, una idílica localidad situada en el estado de Nueva York. Se desconocen los motivos por los que un joven de Nueva Jersey se subió a un escenario con un puñal con el objetivo de matar a un hombre que siempre defendió las libertades de los demás; como escritor, como presidente y más tarde miembro de la asociación de escritores PEN America, como profesor, como articulista y como persona.
En 1989, Rushdie tenía 42 años cuando su novela Los versos satánicos llegó a manos del ayatolá iraní Jomeini y fue condenado a muerte por blasfemo. La fetua se extendió por todo el mundo musulmán y Rushdie pasó los 12 años siguientes en la clandestinidad, protegido por los servicios secretos británicos. Hitoshi Igarashi, un experto en cultura islámica comparada que tradujo Los versos satánicos al japonés, fue asesinado. El editor del libro en Noruega, William Nygaard, recibió varios disparos de bala cerca de su casa en Oslo, pero consiguió sobrevivir. Lamentablemente, el ataque contra Igarashi guarda similitudes con el horror vivido ayer en Chautauqua. El erudito japonés fue apuñalado repetidamente en el rostro y en los brazos por un agresor desconocido cuando se encontraba trabajando en su despacho en una tranquila universidad situada en las afueras de la ciudad de Tokio. Tres décadas más tarde, este asesinato figura en la lista de crímenes famosos sin resolver.
Salman Rushdie se mudó a Nueva York en el año 2000. Cuando empezó una nueva vida en Estados Unidos dejó atrás las estrictas medidas de seguridad que lo habían acompañado durante una década en el Reino Unido, y que quedaron reflejadas en Joseph Anton, sus memorias. Los atentados del 11 de septiembre de 2001 no le hicieron cambiar de opinión y siguió desplazándose por la ciudad y asistiendo a eventos literarios con normalidad.
Conocí a Salman Rushdie en 2005. Como presidente del PEN America organizó un acto masivo en Manhattan para denunciar que el gobierno de George W. Bush estaba torturando a prisioneros en un contexto de guerra global contra el terrorismo. Yo acababa de publicar un libro sobre la cárcel de Guantánamo y el PEN me invitó a participar en un evento que, si la memoria no me falla, tampoco contaba con grandes medidas de seguridad. Era un acto para denunciar las torturas y las detenciones arbitrarias; abusos cometidos en su mayoría contra prisioneros musulmanes. También era un acto organizado por amigos que se querían, se admiraban y luchaban juntos por defender los valores en los que creían. Paul Auster, Philip Gourevitch o Don DeLillo eran algunos de los participantes. Es probable que los dos primeros se desplazaran al edificio de Cooper Union en metro. ¿Quién iba a querer atacar a un escritor por famoso que fuera? Dos años más tarde volvimos a coincidir en un festival literario organizado por el Instituto Cervantes de Nueva York. Nadie se planteó tampoco que fuera necesario un detector de metales, y al acabar el acto los asistentes se quedaron charlando en el jardín de la institución.
Rushdie, que sufrió bullying durante su adolescencia en un internado británico, ha sido siempre un firme defensor del derecho al desacuerdo. Su defensa a ultranza a escritores, periodistas e intelectuales que son perseguidos y castigados por expresar opiniones que molestan a determinados regímenes o, simplemente, a la corriente dominante ha estado unida a los proyectos de PEN America. Este viernes, sin ir más lejos, había mandado un correo electrónico a la directora del PEN para compartir con ella la necesidad de apoyar a los escritores y periodistas ucranianos.
Tras el atentado en la redacción del semanario satírico Charlie Hebdo en 2015, Rushdie impulsó un evento en Nueva York para defender la libertad de expresión. Esto le costó la amistad con varios miembros del PEN que consideraron que los dibujantes del semanario habían hecho ilustraciones “racistas”. “Los trabajadores de Charlie Hebdo murieron porque usaban el mismo instrumento que yo, lápiz o bolígrafo”, dijo Rushdie en esa ocasión. “Creo en la libertad de expresión incluso cuando las opiniones expresadas puedan resultar ofensivas”.
Rushdie había repetido en numerosas ocasiones que nadie debería afirmar “creo en la libertad de opinión, pero…”. “Desde el momento que limitas la libertad de expresión deja de ser libre. Puede no gustarte una opinión, pero esto no puede dar pie a limitar la libertad de expresión”, indicó en una conferencia que pronunció en Vermont en 2015. En una entrevista a The Guardian, poco después, repitió que la libertad de expresión “es indivisible”: “Tanto John F. Kennedy como Nelson Mandela solían repetir que la libertad es indivisible. Si intentas partirla en pedacitos, ya no es libertad”. “La libertad de expresión debe ser como el aire que respiramos: una obviedad”, afirmó ese mismo año en la Feria del Libro de Frankfurt.
De hecho, como profesor, en los últimos años había expresado a sus alumnos que estaba completamente en contra de la cultura de la cancelación; un movimiento o una actitud que consiste en silenciar o ignorar a aquellos escritores, artistas o demás creadores de opinión con los que disientes. En una sociedad cada vez más polarizada, Rushdie defendía la necesidad de escuchar las opiniones contrarias y promover una cultura de la libertad de expresión frente a la cancelación o a la censura.
“Ahora vivimos en un país en el que las personas parecen estar olvidando la importancia de la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos [que consagra la libertad de expresión]”, afirmó Rushdie sobre la cultura de la cancelación en un evento organizado en la Universidad de Brown hace pocos meses. “En concreto, los jóvenes parecen cada vez más dispuestos a aceptar que cierto tipo de ideas no deberían contar con permiso para existir. Y eso me preocupa… Las ideas no desaparecen porque las suprimas. De hecho, a veces salen reforzadas. Así que es mejor saber qué opina el enemigo para poder discutir con él y vencerlo”.
Esta misma visión inspiró un maravilloso cuento que publicó en la revista New Yorker en 2020, El anciano en la Piazza. En este escrito, Rushdie describe una plaza de pueblo en la que los ciudadanos se reúnen para tomar un café, expresar sus opiniones y disentir.
En la mesa redonda en la que participó en la Universidad de Brown el pasado mes de noviembre, el autor explicó que considera que esta plaza de pueblo es un lugar sagrado. “Es ese lugar donde puedes ir a decir lo que te venga en gana y que otros te lleven la contraria”, dijo. “Lo importante no es que alguien gane en el debate, sino que [ese debate] se pueda dar, y pueda seguir dándose. Las personas pueden cambiar de opinión, o… reafirmarse en sus convicciones. Pero ese lugar para el debate existe. Ese espacio… debe ser preservado”. “No”, “no estoy de acuerdo” o “esto que has dicho es una imbecilidad” es una reacción aceptada en esta idílica Piazza de Rushdie. En su cuento, la idílica Piazza está presidida por una gran fuente de agua. Ayer la Piazza quedó cubierta de sangre.
El diario.es